Justo en sus pies se podía ver una papelera repleta de hojas arrugadas que contenían literatura de mercadillo, poesía barata sin fundamento, vacía de sentimiento y de alma. Por el suelo se veía el resto de la comida de ayer, y parece ser que el de antes de ayer...
Pensativo entre sus manos, no encontraba un tema para escribir. Sentía que tenía que decirle algo al mundo, pero no encontraba la forma de contárselo. Y se estaba volviendo completamente loco.
Tenía ese sentimiento de frustración. Podía tener todo el dinero del mundo, todos los lujos, una vida resuelta. Pero en el fondo, antes que rico, era escritor, era un cuentahistorias, un juntapalabras. Y en ese momento tenía palabras que juntar. Solo que no sabía cuáles eran. Y no hay otra cosa más frustrante que esa.
Los de fuera le llamaban loco, pero ¡¿ellos qué sabrán?! No hay placer más satisfactorio que poder trasladar tus sentimientos al resto del mundo. Tener un estado de ánimo y saber contarlo, saber transmitirlo mediante palabras. Ellos nunca lo entenderían, le volverían a llamar loco.
¡Loco yo! ¡¡Locos vosotros!! ¡Esclavos de la sociedad! ¡Herederos de vuestra pobre cultura de la felicidad imaginaria! Andais por la vida de paso, pero ¡nunca dejaréis huella! Sí, locos ellos. Soy el único cuerdo en este mundo de locos.
En el manicomio repetía estas frases una y otra vez dando vueltas dentro de su celda. En su cabeza ya estaban compuestos aquellos versos que tanto quería extraer de su mente, pero los cuerdos nunca pudieron disfrutarlos pues, ¿quién quiere las palabras de un loco?
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